LEPRA

¡Qué hermoso es sentirse bien!  Es estar óptimo con rostro brillante que lanza al exterior el gozo del espíritu.  El cuerpo exhibe su alma feliz.  Pero cuando la enfermedad mina el interior, el cuadro es contrario y diferente.  La sonrisa se convierte en una mueca. Los ojos se cierran, el cuerpo se arquea.  Sólo se quiere la cama y el alejarse a la soledad.

Hay enfermedades y enfermedades.  Hoy podemos mencionar el sida como un gigante aislador y asesino.  En el pasado, la lepra.  Aunque son diferentes, pues en el sida, el candidato ofrece las oportunidades de contraerla o contagiarse “voluntariamente” en la búsqueda de experiencias sexuales extramaritales.  No es así con la lepra, si se siguen las particulares y explícitas reglas de asepsia al bregar con éstos pacientes.  En La Biblia se ofrecen reglas minuciosas de cómo atender a éstos.

La lepra prácticamente “grita”, con sus manchas, tubérculos, ulceraciones y expresiones de dolor de parte del que las sufre.  Se requiere que éstos se alejen se, aíslen, para evitar contagios.  Las llagas en carne viva, son signos destacados de que hay que mantenerse lejos, de esos, que muchas veces son familiares y amigos.  Por eso el leproso tiene que abandonar el hogar y reunirse con otros leprosos como él o ella.  Allí dependerá de lo que se le ofrezca y de aquellos que de lejos le ayuden.  Así recibe su alimento, agua, gestos de amabilidad y simpatía, de los que de alguna manera se mantienen en contacto.  En el pasado había tantos que quedaban en el olvido.

Una de las enseñanzas que desprendemos de esto, es que la lepra produce separación.  Algunos se sanan y regresan a la comunión y vida de la familia.  Otros mueren en la distancia en esa separación.

Exactamente así es el pecado.  Nos daña, nos enferma, quedamos aislados de la comunión de Dios y de los nuestros que tanto amamos.  Pero al pecado entramos voluntariamente.  Entonces quedamos entrampados.  No obstante en esa condición, hay solución.  Dios nos invita a arrepentirnos, a confesar, para ser perdonados y regresar a la comunión de Dios y de los demás nuestros.  La bola queda en la cancha de tal pecador de cambiar de posición.  Si no lo hace, quedará separado para siempre de Dios y de los suyos.

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