Doña Tita

Jamás la olvidaré.  Hoy ya ella está a donde llegan los que ya han muerto.  Doña Tita era una anciana muy particular, pero realmente como todas.  Esas ancianas y ancianos que viven solos.  

Ella vivía en la calle de atrás y su solar colindaba con el mío.  Gustaba conversar largamente conmigo a través de la verja de alambres que mediaba entre ambas casas.  A pesar de su edad, me oía cuando yo iba al patio.  

Yo le decía: ¡Hola, doña Tita!  Eso bastaba, pues comenzaba a hablar que no había manera de terminar la conversación unilateral. Pues era sólo de su lado. Me cogía de micrófono.

«¡Qué bueno verle! Ya decía yo: ¿qué le pasa al vecino que hace tiempo que no le veo? Eso me dijo mi primo, el hijo de mi tío, que eso era lo mejor del mundo.  Mire, el peinaba decencia en sus canas blanquísimas.  Su barbero le decía: Esas canas imparten desde lejos la experiencia de una vida sabia.  Era como mi maestro de sexto grado que me decía: Tu serás un día una abuela distinguida, maestra del saber y del lenguaje.  Bueno, tengo que terminar.»

Lo que no terminaba eran los cuentos de Doña Tita.  Yo, aunque sea más sintetizado, sí tengo algo que me encanta comunicar.  Que Jesucristo es mi Salvador, mi Sanador, mi Santificador y mi Rey que viene que me ha encomendado a testificarlo.